Madrid es una capital europea muy moderna, con grandes autopistas, modernos edificios, pocas zonas verdes, excelente red de transporte y gente corriendo de un lado a otro pegados a su teléfono celular, haciendo parecer que la naturaleza agraria y campesina española, hubiese sido del todo desterrada y dejada únicamente en pequeños y aislados pueblos, que por cierto son preciosos para visitar.
Ayer me impresionó algo muy inusual cuando salí del trabajo. La parada donde tomo el tren de vuelta a casa, a pesar que está muy cerca de una reserva natural, aún queda en la ciudad, a unos 2 kilómetros de un gran parque empresarial donde trabajo, a menos de 200 metros de un gran Carrefour y varios pequeños centros comerciales y restaurantes al norte de la capital española. Mientras miraba las líneas del ferrocarril que estaban a pocos metros del inicio de una llanura, comencé a ver que un par de ovejas se acercaban buscando algo que comer. Tras ellas llegaban más y más, hasta que el rebaño completo, de unos 80 a 100 animales, estaba tan cerca que una oveja podría causar un gran problema si se asustara al pasar el tren.
De repente el sol ilumino a un hombre de unos 70 años, con un pequeño cayado que venía tras las ovejas, sorprendiéndome al saber que aún existen pastores en una ciudad que sentía profundamente moderna y para nada rural. El hombre se acercó a mí para comprar una gaseosa de máquina, con tan mala suerte que el aparato no recibía billetes. Al verlo sudoroso y cansado, decidí darle de mi dinero el refresco que recibió con una gratitud que no había visto nunca de un español.
Este señor me recordó los buenos campesinos de mi tierra que saludan gentilmente a cualquier persona que pase por su pueblo y que, a pesar de que algunas desagradables situaciones generan sentimientos negativos hacia las personas de acá, aún queda gente buena que valora las pequeñas cosas.
Una enseñanza que solo me costó 2 euros.